No puedo
pronunciar tu nombre, sin nombrar el universo,
enunciar tus manos, sin resumirte en pulsaciones,
exponer tus culpas, omitiendo cada exceso,
cantar mis sueños, sin enfatizar tus quejas,
susurrar lo infinito del lunar entre tus dedos,
de la punta de tu codo,
de lo oscuro de tus venas,
de la escarcha en tu lengua,
apuntar la hipérbole que tienes entre ceja y ceja,
o la cordura que te sobra entre las costillas,
verbalizar el réquiem de tus pasos,
describirte en la inmadurez de un gesto,
dibujarte con el trazo permanente de un bostezo,
y señalar lo incorregiblemente vagas de tus 'eses' cuando dices "siempre",
pero siempre que dices "siempre"
yo me muero un poco con cada una de tus 'eses',
igual como muero al nombrarte incompleto,
o susurrarte finito,
porque la única forma en que puedo abarcarte
es con lo indeleble de un suspiro,
y cada vez que te suspiro, me acuerdo de tus 'eses',
luego me muero,
poco, pero muero
congelada entre las trampas de tus "siempre",
aunque al final de todo y todos
solo yo tuve la decencia de mentirte mirándote a los ojos
para que al oír tu nombre
no escucharas la explosión de una galaxia
ni la arritmia del orgullo que sabe perfectamente
que hay detrás de cada letra cuando me miras a los ojos
y me dices
"infinitamente
siempre".
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